Puta’on, Escoria se había aprendido al toque la letra. El domingo, cuando llegó Beltroy, puta, yo me iba a quitar a la esquina pero para evitar chongos escondí a Escoria en el cajón de mi mesa de noche. Puta’on, me quité tranquilo y cuando regresé, oe, encontré a mi vieja dándole a Abel clara de huevo cruda para que buitree los diez Mejorales que se había tomado, puta, sólo porque Escoria se paró en medio de la mesa y cantó el tema, compadre. Puta’on, dice mi vieja que Beltroy se fue retrocediendo de la silla casi hasta caerse, se paró, dio un sermón que mejor lo leen en la columna de mi mellizo, y se quitó asadazo, mientras Escoria le gritaba “cabro, cabro, cabro”. Puta’on, pero lo más cagado de todo fue que con el chongo nadie se dio cuenta de que Asco se aventó encima de Escoria y se la papeó de un bocado. Puta’on, cuando yo llegué encontré a mi perro decorado con plumas verdes en el hocico. Puta, otro triunfo de la muerte sobre la vida en el sistema...
Ay, Señor Morado que estás en tu mes, lo que me ha ocurrido ya no tiene nombre, con decirle que quise renunciar a esta vida pero mi santa madrecita me lo impidió, dándome con sus sagradas manos la medicina exacta para devolverme a este valle de lágrimas. Todo por la culpa, obviamente, de ese desnaturalizado hermano mellizo que tengo. Por él mi idolatrado profesor de música se ha molestado, y no sé qué voy a tener que hacer para disculparme por lo que ocurrió ese aciago domingo. La historia viene de un día atrás. Fíjese que ese sábado yo, en la tardecita, decidí darme un baño, pero como la therma está malograda desde el año pasado, puse a calentar agua en ollas y llené una batea grande. Me senté dentro y sentía una sensación hollygudense, me acordaba de las fotos de las casas de los artistas que salen en Hola y todo eso. Ay, cuando de repente escucho una voz como de Bancomático que me dice “lávate el…, lávate el…” (estoy omitiendo unas groserías que mis principios me impiden poner). Casi me muero. Yo que le tengo espanto a la violación, pensé de inmediato que se había metido a la casa ese grupo de insolentes que para en la esquina, y que cada vez que yo paso me dicen incendios, como si yo fuera una mujer y de mala vida, fíjese usted. Bueno, dentro de la batea sentí que me paralizaba por completo y me faltaba el aire. Desesperado me enrollé una toalla en la cintura y salí corriendo. Ay, en la puerta me encuentro con una pájara horrible que me decía “Escoria la lora, Escoria la lora”, y detrás al desgraciado de Caín, matándose de la risa. Casi me muero de la impresión y me tuve que refugiar en el regazo de mi madrecita como durante dos horas. Desde ahí el Caín no hablaba con nada ni nadie, sólo con ese animal repugnante. Pero como yo tenía mis propios asuntos, me desconecté de la plebe y empecé, desde el día anterior, a preparar con mi santa madre el lonche para el distinguido profesor Beltroy, sin tener la menor idea de lo que iba a pasar, ay Señor. Bueno, con ella hicimos unas galletitas de harina sin huevo, a la manteca y cubiertas de azúcar. Con mis ahorros compré una bolsa de Pan Todos, dos bolsitas de té y cien gramos de mortadela. Todo quedó guardadito, fuera del alcance del salvaje de mi hermano, de su perro, de su lora, y también de ese hombre que es mi padre, que es un tragón irrespetuoso de los demás. Bueno, el domingo amanecí hecho un atado de nervios, ¿y qué cree que encuentro junto a mi cama?: al perro de mi mellizo (ese perro que cuando era mío se llamaba Pupé), arrinconando a la lora para devorarla, y ésta gritaba “¡Que vengan los bomberos…, que vengan los bomberos!”. Qué horror, señor, las cosas que uno tiene que aguantar. Bueno, a las tres de la tarde yo vibraba como una vela, hasta que a las cuatro en punto sonó el timbre (me equivoco, la puerta, porque el timbre no funciona hace años), y entró el distinguido profesor Beltroy oliendo a violetas imperiales. Tomó asiento y salió mi santa madre a saludarlo. Él preguntó por ese hombre que es mi padre, y yo le dije que, felizmente, se había ido al estadio. De ahí el profesor Beltroy empezó a hacer un elogio de los deportes y a contarnos cómo eran los griegos en sus olimpíadas, que hacían lucha libre calatos, qué vergüenza, ¿no? Mi madrecita lo escuchaba con los ojos enormes y una mano en el lugar del pecho que
Fuente:
¡No!, suplemento humorístico del semanario Sí (Lima), Nº 36, págs. 6-7, Nº 37, pág. 4, oct. 26 y nov. 2 de 1987.
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