VI
ÓSCAR MALCA [«SIGFRIDO LETAL»]:
“¿QUIÉN LE TEME A LOS ROCKEROS SUBTERRÁNEOS?”
Como era previsible, harta piedra
trajo el torrente de alegatos –y, como no, exabruptos– contra los subterráneos,
especialmente tras la nota aparecida en el Nº 3 de esta revista. Pero el río ya
hace mucho que venía sonando: recuérdese nomás que semanas antes un canal de
televisión había convocado a curas, siquiatras y miembros de la policía para
que analizaran la conducta de estos vándalos del rock. Lejos de ser interesante
discernir si se trata de pecadores, orates o delincuentes, creo que lo que bien
merece la pena es alcanzar a los lectores de El Zorro, cuya
mayoría seguramente no es especialista en estos temas rockeros, algunas
precisiones para que se hagan una idea más clara de un fenómeno que no por
irregular o ambiguo es menos importante.
1. LO QUE REALMENTE SE
DISCUTE
En el artículo que mencionaba al
comienzo[1] quise
dar mayores luces sobre el asunto, a partir de dos o tres hechos donde la
izquierda, o parte de ella, habían apresurado un juicio más que sumario que
terminaba, como es obvio, en una ridícula condena. Una suerte pues de
macartismo al revés.
Para demostrar que mi punto de vista
era incorrecto, cuando no tramposo, aparecieron las réplicas de Augusto Ruiz en «Hipocampo» y Quique Larrea aquí en casa.[2] El
primero, tras gruesas tergiversaciones de lo que yo había escrito, una confusa
teorización y un ostentoso sancochado de datos que camuflaban el craso
desconocimiento del tema, junto con la trasposición mecánica y acrítica de
conceptos de sociólogos e historiadores ingleses, todavía confinados en los
paradigmas interpretativos del sesenta, no hacía sino redundar –con variantes,
claro está– en los viejos esquemas de los que me quejaba en dicho texto. Más
interesante resultó el artículo de Larrea, pues hilvana con inteligencia una
serie de (pre)juicios bastante extendidos y enraizados en la intelectualidad de
izquierda y [en] rockeros vinculados a generaciones anteriores: su coherencia
es pues la de ese sentido común.
Pero esto que en ocasiones puede ser
una virtud –mens sana in lugare comune,
diría Monsivais– lo que hace en realidad es poner al descubierto la discusión
de fondo entre concepciones diferentes de el arte y lo popular, que no de la
política, que sería mucho discutir. Y me toca, ay, el dudoso privilegio de
defender a quienes aparecen atentando contra honorables ideas que se han
ganado, con su vigencia, un lugar privilegiado en el corazoncito de todo
intelectual que se estime.[3]
2. EL RU(G)IDO DE LA
CIUDAD
Digamos que son las cinco de la tarde
y nos hallamos en una esquina del Cercado. Paredes grises y descascaradas
contrastan con el incesante flujo de los multicolores emblemas de las líneas de
microbús. Gente que sale apurada de la oficina: en la calle las veredas están
repletas y desbordadas por transeúntes fatigados e irritables. Embotellamientos,
desorden estridencia de cláxons y ambulantes ofreciendo sus productos; alguien
es víctima de un escapero y sus gritos de auxilio rebotan hasta perderse en los
rostros indiferentes de la muchedumbre. Lima.
Imaginemos que hemos seguido caminando
con las pequeñas multitudes que se agolpan al filo de la vereda para cruzar la
pista. Así, a la espera de la luz en el semáforo, será posible apreciar el
generoso intercambio de insultos entre un cobrador de la línea X y un pasajero
poco dócil que habla de sardinas y algo relacionado con el respeto. Quizá
también el silbato de un guardia, la aguda voz de un niño cantor, el tronante
paso de vehículos con el escape roto o el motor cayéndose a pedazos, podrían
llamar nuestra atención. Pero, acerquémonos, más, repito, es Lima, una
metrópoli cualquiera en América Latina: concentración urbana, miseria, caos,
violencia, ruido.
Ruido. Y no sólo el centro de la
ciudad; los distritos populosos que lo rodean poseen asimismo, y en
oportunidades alcanzan cotas insospechadas, de bullicio y violencia. Esto, sin
mencionar la violencia que proviene de la política: granadas, petardos, balazos
y sirenas.
Diferente es lo que ocurre en barrios
residenciales: allá todo es frío y silencioso, las calles están casi desiertas
–en sectores de Camacho, La Molina o Monterrico ni siquiera hay veredas– y en
sus zonas comerciales apenas si resalta el ronroneo de las modernas cajas
registradoras. Aun en sus picos de efervescencia social (comercial), la
moderación –signo inequívoco de «buena educación»– aplica su reluciente
guillotina para cortar cualquier exceso
que pueda parecerse a la vulgaridad
y estridencia de las clases bajas.
Pues son ellas las que se visten con «colorines», discuten como «placeras» y
gritan como «callejoneras».
Y si música es, en rigor, organización
de sonidos, habría que ver con qué banda sonora se crece y se vive
cotidianamente; ello permitiría determinar, junto con otras instancias que
intervienen en dicho proceso, las sensibilidades musicales que coexisten legítimamente en la urbe.
3. Y LOS LLAMARON
SALVAJES POR NO SABER ANDAR SOBRE PARQUET
En nuestro medio se vienen
desarrollando dos expresiones musicales estigmatizadas por el espantapájaros
del «buen gusto»: la chicha y el Rock Subterráneo. En ambas se critica su
condición espúrea, vulgar, excesiva –una por melodramática y otra por agresiva–
y, finalmente, ruidosa. La música es, dicen, un ARTE. Y el arte, por supuesto,
es concebido como una especie de paraíso portátil del buen gusto y la armonía;
nociones que utilizan cual si fuesen universales que operaran del mismo modo
para las múltiples socialidades que
habitan la ciudad. Aunque el tema desbordaría estas notas, no puedo dejar de
preguntarme: ¿qué tendrán que ver las músicas cultas y refinadas con el chongo citadino que visitamos en el
acápite anterior? Manifestaciones modernas de una sensibilidad plebeya y
juvenil –una de sectores criollo-populares y otra de migrantes andinos–, lo
cierto es que la chicha y el Rock Subterráneo son las que mejor expresan, a su
peculiar manera, lo que significa vivir (en) Lima para las mayorías.
Pero dejemos a un lado la chicha, que
su reciente prestigio sociológico la ha provisto de variados defensores, y
quedémonos con los sonidos que hacen esos “mocosos malcriados, engreídos (y)
disfrazados de víctimas del sistema”[4] que
han irrumpido, sin que nadie los invitara, en el templo inmaculado de la música
a profanar la santidad de sus más castos sacerdotes.
En primer término conviene aclarar que
tras el membrete simplificador de «Rock Subterráneo» se ha estado hablando, sin
mencionarlas, de las distintas ondas que se desarrollan desde dicho espacio: el
pop (La Resistencia, Inodoro), el rockabilly (Éxodo), e dark (Los Yndeseables, Feudales), el rockanrol (Leusemia, Flema), el after-punk (Zcuela Crrada, Delirios
Krónicos), el hardcore (Guerrilla
Urbana, Excomulgados, Sociedad de Mierda) y, de un modo u otro, la fusión (Del Pueblo, Seres Van). Que se
ilustre el lector, que el público no lo necesita, simplemente oye y se vacila:
tal es la proliferación de estilos e identidades que caracteriza al rock de los
ochenta. No sé si el árbol impide ver el bosque, pero el hecho es que, por
ignorancia, mala intención, o ambas cosas, se tiende a juzgar a toda esta
multiplicidad por su vertiente más violenta y primitiva: el hardcore.
Soy consciente de que semejante
enumeración, aparte de espantar a los xenófobos de siempre, resultará de lo más
extraña a los lectores; pero se trata tan sólo de la pluralidad de variantes
que posee el rock contemporáneo y que cualquier fanático conoce, aun a pesar de
que los mass media tienden a
difundir sólo sus versiones más estandarizadas y digeribles.
4. EL SONIDO Y LA FURIA
Lo de «subterráneos» les viene por su
intransigente oposición al mercantilismo y por su postura contra los grupos más
institucionalizados del rock nacional. Asimismo, por el circuito de producción,
circulación y consumo en el que se mueven, un tanto por decisión propia y otro
porque el establishment rockero los
combatió desde el principio y les dejó libres sólo las zonas marginales que
jamás le interesaron (Villa María del Triunfo, Rímac, San Juan de Lurigancho,
Comas, Barrios Altos, Carmen de La Legua, Mirones, El Agustino); aunque un par
de veces al año se invitaba a algunos grupos a los escenarios privilegiados
(Miraflores, Barranco, Jesús María).
Si a Larrea la constitución de un
circuito alternativo real le parece irrisorio porque en el país hay muchos de
índole informal, se debe a que existe una diferencia muy grande entre quienes
hacen música como hobby en sus ratos de ocio y quienes ven en el rock –por los
motivos que fuesen– la razón de sus vidas.
Se me ha acusado, no sin cierta razón,
de ser poco crítico con estos “mocosos malcriados”. Sin embargo se olvida que
las oportunidades en que he acudido a diarios de circulación nacional y aun a
revistas como ésta, es porque los vándalos estaban siendo objeto de condenas y
escandalizadas invectivas, que no sólo venían de esos que uno de mis
replicantes llama «cucufatos cuadriculados», con argumentos deleznables que
merecían ser desbaratados. Por lo demás, dar línea o lecciones de urbanidad jamás me ha parecido demasiado
atractivo; y si no hacía valoraciones estrictamente estéticas es debido a que
más me interesaba la globalidad del fenómeno cultural.
Obviamente, como en cualquier parte,
entre los subterráneos hay grupos buenos y malos; pero también es cierto que la
música se hace de acuerdo a las condiciones materiales de que se dispone, y en
esa medida es explicable que el hardcore
sea el estilo predilecto para empezar: su carácter simple y elemental lo
hace fácilmente asequible. Mucho se ha hablado de su onda anti artística y
panfletaria. Lo que ocurre es que no se tiene en cuenta que el arte culto es
diferente del arte de masas, aunque de aquel tenga bastante: en esta nueva
condición, el arte ya no es visto o consumido en tanto ritual de ‘lo
bello’, sino que es vivido como una
práctica generadora de intensidades, es decir, una práctica simbólica que se
vale tanto de signos artísticos como de signos llanamente comunicativos. Y, en
este caso orientados a expresar una identidad grupal y sectorial en proceso de
constituirse por oposición a lo institucional. La radicalidad de la propuesta
hardcore, en esa medida, es entonces comparable a experiencias límite en el
arte, tan extremas y distantes entre sí como las de Duchamp y Cage en el campo
de las formas mismas y las de ciertos artistas latinoamericanos bastante ganados
por la denuncia directa.
¿Qué son sino los murales de Diego
Rivera, las películas de Jorge Sanjinez, o el cartel y la historieta cubana?
¿Existe acaso un límite claro entre Arte y Panfleto?
El minimalismo punkero de los vándalos
no es pues nuevo ni original, ni ellos ni su público pretenden que lo sea:
únicamente les es útil para entrenerse y putear un poco por lo que ocurre en su
medio social. Que a unos no les guste el modo en que lo hacen no evita que a
otros sí. En el fondo, lo que indigna a los nuevos cancerberos de la estética
es que quienes protagonizan tal tipo de experiencias no sean artistas
«diplomados», como los del párrafo anterior, sino unos simples «mocosos
malcriados».
5. ACADEMICISMO,
¿ENFERMEDAD SENIL DEL IZQUIERDISMO?
Tanto Ruiz como Larrea incurren en
discutibles formulaciones de «lo popular». Para el primero, le es
escalofriantemente fácil decantar su lado «bueno» (progresista) del lado «malo»
(retardatario), a la vez que confunde el mismo término con algo así como ser de
izquierda. Lo cual por supuesto deja fuera todo lo que no puede ser canalizado
por el discurso político tradicional, ni ser fijado por el compulsivo
positivismo taxonómico de las ciencias sociales.
El segundo, continúa manejando
concepciones esencialistas y pre figurativas que perciben lo popular como un
ideal y no como una realidad viva. Es así que nos surte de una práctica receta
con la que podremos estimular el desarrollo de aquello que sólo está en
«potencia». De igual modo, me parece que entrevera una categoría cultural con
otra más próxima a los marketings de Radio Panamericana: si el Rock Subterráneo
–dice Larrea– quiere ser popular… debe gustarle a todos.
Creo que a estas alturas ya está
bastante claro que ningún grupo subterráneo, como ocurre en los países donde
hay buen rock, va a ser totalmente
masivo. Tal es el sino –y la estrategia– del nuevo rock de los ochenta: así
como se desconfía de los rollos totalizadores y los proyectos musicales
generalizables a toda la sociedad,
sus ritmos están dirigidos a consolidar identidades y satisfacer auditorios por
zonas, barrios, esquinas, pandillas, colleras. Casi que cada grupo habla a
socialidades específicas, parciales.
Y sospecho que es superfluo aclarar
que no digo esto porque me veo “obligado a develar la esencia de una actitud
que en el escenario ha comunicado otra cosa”: únicamente explico algunos
dispositivos culturales que desconoce la gente ajena al rock, que para ellos se
escriben estas líneas. Si en el artículo anterior parece que critico al
público, la razón es que en esas dos oportunidades estaba mayoritariamente
compuesto por izquierdistas premunidos de esos modestos prejuicios que sirven
para cautelar su virginidad ideológica.
En cuanto a «frustraciones», ni
siquiera esas dos lo fueron realmente –y no lo ignoran ambos autores–; la única
frustración grave que han conocido estos «mocosos malcriados», es el fracaso de
su auto organización. Pues lo puramente espontánea, si bien es cierto que
favorece la manifestación de lo genuino y libre, también limita con crueldad
sus posibilidades de futuro como
movimiento colectivo.
Finalmente, debo confesar que si me he
extendido tanto y por momentos he sido brusco se debe a que mis dos oponentes
llevaron al papel, repito, opiniones harto extendidas en ciertos círculos
intelectuales y políticos donde se raja sin haber asistido a un solo concierto
u oído atentamente a más de dos bandas, en las precarias grabaciones que
realizan, y sin siquiera saber mínimamente lo que ocurre en la escena rockera
internacional (no se debe olvidar que el rock, al igual que todo lo que viene
por medios masivos, forma parte de una cultura transnacional). Reproche del
que, ojo, tampoco se libran Ruiz ni Larrea.
Condenar algo que se conoce mal dice
mucho de estos caballeros, la mayoría egresados universitarios, a quienes
aterra lo nuevo quizá porque los hace sentirse viejos. Pero dejémoslos, no
pretendo dar lecciones de ética y metodología a nadie: sería entrar en un
terreno en el que profesionales más pacientes y capacitados que yo,
evidentemente, han fracasado.
Fuente:
El
Zorro de Abajo
(Lima), Nº 5: 60-63, jul. 1986.
[1] El Zorro de Abajo, Nº 3, diciembre
1985.
[2] «Hipocampo», suplemento dominical
del diario La Crónica, 9/II/1986 (a este artículo no le dedicaré mucho,
porque ya otra persona se encargó de poner las cosas en su lugar. Ver:
«Hipocampo», 9/III/1986) y El Zorro de Abajo, Nº 4, marzo 1986.
[3] Bueno será dejar constancia de dos artículos
más equilibrados en su crítica y valoración de los subterráneos: el de Abelardo
Oquendo Heraud en Debate Nº 36, y el de Víctor Patiño en La Casona, Nº 5-6.
[4] Larrea, op. cit.
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