IV
PEDRO CORNEJO GUINASSI:
“ROCK DESDE EL GABINETE”
A propósito de la crecida rocarolera
del último año y del impacto que el Rock Subterráneo ha tenido sobre un sector
de la juventud limeña, así como en los corrillos intelectuales de la izquierda,
se ha empezado a generar un debate en torno a la naturaleza y perspectivas del
rock en nuestro medio. Es precisamente dentro de esta discusión que acaba de
salir publicado un artículo escrito por Augusto Ruiz Zevallos bajo el título de
«Rock, juventud y política» (Hipocampo, 9/02/86).
I
El enfoque del autor se sitúa de
entrada en una perspectiva netamente teórica que omite casi por completo la
referencia directa y experiencial al rock, pero que tiene el mérito indudable
de situarlo dentro de la problemática más amplia de la discusión sobre cultura
de masas y cultura popular. Para ello se apoya indirectamente en los aportes de
teóricos clásicos como Adorno o Benjamin, así como en otros más actualizados
como son los de Stuart Hall, Dave Laing y, sobre todo, en el libro de Simon
Frith Sociología del rock, que
suministra, en realidad, el núcleo de la argumentación de Ruiz. Este artículo
polemizará entonces con las posiciones esbozadas en dicha obra y se verá
obligado a moverse en términos que podrían parecer eruditos, pero que son
indispensables para comprender la fuente de que se alimentan las posiciones
allí planteadas.
Su tesis central afirma que la cultura
de los jóvenes, si bien sujeta a los mecanismos modificatorios y
desmovilizadores de los mass media,
es también cultura popular. Ruiz, que “se siente en cierto modo partícipe” de
esta interpretación, añade, sin embargo, que sería un error derivar de ahí una
total identificación entre cultura juvenil y cultura popular, en la medida en
que no toda manifestación juvenil –el rock, por ejemplo– es por necesidad
auténticamente popular. A partir de aquí concluye, suscribiendo la tesis de
Dave Laing, que considera la escena del rock como campo de lucha cultural entre
tendencias alternativas y retardatarias, distinguiéndose las primeras por el
desafío ideológico que comportan respecto a los valores y cultura dominantes.
El problema surge cuando Ruiz intenta
comprender el rock de los ochenta a partir de las nociones formuladas por los
autores mencionados. Y es que las tesis de Frith y Laing son comprensibles y
válidas únicamente dentro de la lógica contracultural de los sesenta, cuando
apareció una cultura otra, opuesta a
la oficial y dispuesta a combatirla frontalmente. Pero tras el fracaso de ese
intento y luego que la industria demostrara su capacidad para absorber y asimilar
inclusive discursos contestatarios, quedó clara otra cosa: que las nuevas
condiciones volvían inútiles y estériles los términos contraculturales en que
se había planteado la discusión y el proyecto en los 60. Se entiende entonces
que Frith no comprenda los nuevos matices que trae el rock de los setenta
–desde el underground americano hasta el punk inglés– precisamente porque no
encajan en dicho marco teórico.
Pues bien, Ruiz no se percata de ello
y comprende el punk como un nuevo brote contracultural cuyo punto flaco residió
en su inconsistencia ideológica, al portar valores de la cultura dominante. Las
bandas postpunk recuperan, según él, ese espíritu de oposición pero superando
las incoherencias del punk inicial.
Pero lo cierto es que ni el punk es contracultura,
en un sentido musical, ni las bandas postpunk son contestatarias en el sentido
que Ruiz entiende ese palabra. Si el punk llevó hasta sus últimas consecuencias
la oposición frontal al sistema, también es cierto que en el aspecto musical
pronto tomó conciencia de que ese era el camino directo hacia el fracaso:
resulta ingenuo pensar que el rock va a cambiar el mundo y que es posible
vencer al sistema. Por eso cuando los Sex Pistols editan su segundo LP, «La
gran estafa del rocanrol», con versiones discoteque de sus temas más
explosivos, le estaban mostrando a la industria musical, vía la ironía y la
burla, que eran perfectamente conscientes de su ubicación dentro de ella y que
estaban dispuestos a usufructuarla en los términos que ellos creyeran convenientes.
Con este disco el punk terminó infiltrándose, consciente y voluntariamente,
dentro del establishment sentando las bases del postpunk.
Así en la certeza de que es imposible
vivir fuera de la industria musical si se quiere hacer un rock que exige la
tecnología que ella ofrece, grupos como The Stranglers, Talking Heads, The
Cure, Siouxsie and the Banshees, Killing Joke, etc., optaron por introducirse
desde el saque en el circuito comercial para crearse allí dentro espacios diferenciados desde donde emitir mensajes
musicales que se sustraigan, no a la lógica del mercado capitalista,[1] sino
a la uniformización de los mass media. Estos grupos se destacan del montón no
porque desafíen ideológicamente la cultura dominante, como fantasea Ruiz, sino
porque su lenguaje musical está configurado por una multiplicidad de referentes
que van desde ritmos y melodías ajenas al rock –jamaiquinos o árabes,
orientales o latinos– hasta construcciones estandarizadas y comerciales que les
sirven para acpturar al oyente pero que, articuladas en contextos sonoros
diferentes a los del promedio, son resignificadas comunicando visiones y
sentimientos completamente diferentes. En este sentido, no están contra el
sistema porque están dentro de él y les interesa seguir utilizando lo que se
les ofrece. Tampoco están unidos por una ideología común «anticapitalista» como
sugiere Ruiz en otro artículo:[2] son
en realidad pequeñas unidades que se desplazan en múltiples direcciones
evitando todo encasillamiento, incluso el de la contestación.
II
El pathos de los ochenta no es, pues,
el de la oposición sino el de la diferencia, tanto respecto al rollo
estandarizado como a los otros. Si se habla en términos de oposición, más
adecuado sería tomar como referencia al hardcore punk que sí se plantea en
términos de movimiento y que sí postula un desafío al sistema capitalista,
tanto en su estructura económica como en sus valores. Pero a Ruiz el hardcore
le repugna por estridente y ruidoso y, básicamente, porque postula la anarquía
como alternativa, cosa que para un marxista como Ruiz no pasa de ser un
“síntoma de debilidad ideológica”[3] como
todo lo que no encaja en su ortodoxia.
En nuestro medio, a tesis que postula
el rock como escena de una lucha cultural es doblemente frágil en tanto ella
supone la existencia de una industria musical que aquí aun no existe. Ruiz no
entiende que el espíritu del Rock Subterráneo limeño está, más que en sus
letras, en su manera de relacionarse con el circuito comercial, a medio camino
entre el postpunk y el hardcore, perfilando una personalidad propia y
tercermundista que Sigfrido Letal –a quien Ruiz tergiversa con frecuencia– sí
fue capaz de percibir. Si Letal llamaba la atención de la izquierda por su
ceguera frente al Rock Subterráneo, Ruiz voltea la cuestión: el Rock
Subterráneo debe hacerse digno de la izquierda, y para ello debe perfilarse
ideológicamente como oposición, lo cual significa, en última instancia, que se
articule en los términos que la izquierda marxista considera correctos. El
problema consiste en que a los supuestos interesados –los subterráneos– este
acercamiento a la izquierda no le preocupa en lo más mínimo, más aun, prefiere
evitarlo. Quizá porque hasta ahora ningún proyecto político institucional –sea
de izquierda o de derecha– se ha mostrado digno de que el Rock Subterráneo opte
por él.
Fuente:
«Hipocampo», suplemento cultural de La
Crónica (Lima), marzo 9 de 1986, pág. --.
[1] Justamente es el desconocimiento
del rock lo que hace que Ruiz patine de mala manera cuando sindica como “de
izquierda” a grupos a los cuales la oposición política, el cuestionamiento
social, no les interesa sino de modo tangencial (The Stranglers), o que no les
importa en lo absoluto (Human League, Depeche Mode, OMD). Claro que para él es
suficiente garantía el hecho que los promocione Marxism Today, pero eso no es otra cosa que recurrir a un argumento
de autoridad (ad hominem) de pésima
calidad.
[2] Véase el artículo que Ruiz publicó
en «El Caballo Rojo» el 6 de octubre de 1985.
[3] Ídem.
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