III
AUGUSTO RUIZ ZEVALLOS:
“JUVENTUD, ROCK Y POLÍTICA”
El rock se ha arraigado en nuestra
cultura al punto tal que es un constante tema de discusión tanto de los
rockeros como de los políticos y de la sociedad peruana en su conjunto. El
siguiente artículo presenta algunas posiciones sobre el asunto.
A pesar de la escasa reflexión
escrita, es posible distinguir, en el ámbito de izquierda, tres corrientes de
opinión con respecto a la música rock. En un primer extremo, aun se manifiesta
–a veces con violencia– la postura adversa hacia esta música, por ser ella una
expresión de la cultura de masas que supuestamente corroe y manipula nuestras
mentes.
Es bueno recordar que tradicionalmente
desde la izquierda se ha rechazado la cultura de masas por considerar que ella
es inauténtica, hecha para el consumo, que trae como efecto una conciencia
social soporífera, un consumidor pasivo e impotente. Para esta tendencia el
dilema permanente y absoluto ha sido, cultura de masas versus cultura popular,
definida esta última como un producto fabricado por el pueblo, resultado de la
solidaridad de los de abajo “que es peligrosa para el sistema”.[1]
Nuevos estudios fueron desmitificando
estas ideas, demostrando, por un lado, que lo masivo no determina las
posibilidades del producto cultural (al igual que en el arte popular, este
producto resulta de interacción emisor-receptor) y, por el otro, que no todo lo
originariamente popular –a pesar de la solidaridad que le rodea– es
necesariamente disfuncional con el sistema. Por ejemplo, las letras de los
valses de principio de siglo, escritas por músicos del pueblo al margen del
comercio “suministran una excepcional corroboración de la primacía de la
resignación, del fatalismo, del respeto a las jerarquías y a la dependencia personal
en el sistema de valores de las masas urbanas”.[2]
Ejemplos como este abundan en el mundo andino y hacen pensar que detrás del
rechazo a la cultura de masas, más bien, descansan nociones acerca de la
identidad que considera que consideran a esta más un fin supremo que un medio
imprescindible para superar procesos más trascendentales.
Una segunda posición –visible a través
de la conducta de algunos partidos de Izquierda Unida– no coincide con la
anterior en cuanto se refiere a idealizar lo popular. A comienzos de la
presente década, intelectuales de –o vinculados a– Izquierda Unida (cuyo
promedio de edad no bajaba de cuarenta años) desarrollaron un importante debate
sobre cultura y problema nacional, en el cual se concluyó, entre otras
proposiciones, que: a) no toda cultura producida en el Perú merece el
calificativo de nacional (la cultura de los sectores dominantes es
antinacional; y, b) lo nacional, por lo tanto, tiene que estar asociado con lo
popular; sin embargo, también se concluyó que no toda cultura popular es una
cultura nacional (con perdón de tanta redundancia).
Pero esta diferencia no implicaba que
la cultura de masas fuera vista con buenos ojos. Aunque no se condenaba esta
realidad al estilo de la anacrónica postura, estaba claro que el término
popular no se extendía hacia ella. Hablar de cultura popular significaba evocar
la cultura criolla, mestiza, aymara, quechua, etc., es decir, hablar de «todas
las patrias». Del debate mencionado quedaron al margen cientos de miles de
jóvenes que, por no practicar las manifestaciones culturales de sus padres
(aunque respetuosos de estos), no pueden ser considerados como andinos o
criollos.
Entre tanto, crecía la ola
rocanrolera, incluso al interior de los partidos de izquierda, pero no sin
incomprensiones (el grupo Del Pueblo, originado en el UNIR [Unión de Izquierda
Revolucionaria], rompió con ese frente) o indecisiones e incluso miedo a la
opinión de terceros, como el que demostró la animadora de un mitin partidario
al abstenerse de pronunciar el término rock –reemplazado por evidentes
eufemismos–, cuando presentó a jóvenes intérpretes de esta música.
Finalmente, existe una tercera
corriente de opinión –de la que, de algún modo, nos sentimos parte– la cual,
aunque llena de matices y algunos de ellos emotivos e incorrectos, sostiene
[que] la cultura de los jóvenes, aunque producto de la modificación, es también
cultura popular. El núcleo de este postulado –que cierto matiz cree novedoso–
empezó a germinar en los años sesenta con los iniciales estudios del sociólogo
británico Dave Laing, a los que siguieron posteriormente los de Stuart Hall,
Dick Hebdige y Simon Frith, entre otros, siendo el último de los mencionados
quien mayor esfuerzo ha dedicado al estudio del rock: la música que penetra en
la vida de las personas, independientemente de las intenciones de sus
creadores. En palabras del propio Frith: “el auditorio de rock no es una masa
pasiva que consume discos como churros, sino una comunidad activa que convierte
la música en símbolo de solidaridad e inspiración para la acción”.[3] La
propuesta es que el auditorio de rock no siempre es manipulado.
Reflexiones como la anterior otorgan a
la cultura de los jóvenes características, relaciones y funciones similares a
las de la cultura popular originaria, y desactiva las intenciones de marginar
alguna de ellas al colocar a ambas en un mismo plano, tanto desde la
perspectiva de la relación con el
receptor, como de las posibilidades para la adaptación o el cambio, con lo que
volvemos nuevamente a lo expresado: al igual que en el ejemplo anterior, la
cultura de los jóvenes –a pesar del uso independiente– no es por necesidad
disfuncional o contradictoria. Y aquí radica el error que predomina en la
tercera corriente –no así en la segunda–, la cual celebra con entusiasmo la
“respuesta activa que el Rock Subterráneo promueve en el público” (ver El Zorro de Abajo, Nº 3) como si esta
respuesta (choques corporales, saltos, etc., naturales en todo concierto de rock) fuese algo original y exitosamente
progresivo.
Un uso diferente de los mensajes
impartidos (y no un simple consumo), no es algo necesariamente progresivo si no
implica un desafío ideológico –a través de forma y contenido– a la cultura y
valores dominantes. Teddy boys, mods y skinheads, en efecto, impulsaban sus estilos al margen de la
manipulación de los mass media, sin
embargo, ellos asumieron los valores dominantes: machismo y pretenciosa
vanidad, además de viceral racismo; ello, de acuerdo con estudios reunidos por
Stuart Hall y Toni Heferson.
Mientras que junto al uso
imperialista, siempre estuvo el uso diferente (a pesar de que teóricos como
Adorno fueron incapaces de valorarlo), la posibilidad de contradicción al
interior en la cultura de masas, es una nueva realidad característica sólo del
actual período, y se materializa en la experiencia de subculturas juveniles
como hippies y punks entre otras, de grupos de rock como THe Clash, [Elvis]
Costello, The Stranglers (que son de izquierda, pero no marxistas, como mal
entendió Sigfried), Devo, Depeche Mode, Human League, Orchestral Manoeuvres in
the Dark, entre muchos otros que constantemente promociona Marxism Today, órgano del P[artido]C[omunista] británico. En
nuestro país, aunque con cierto retraso con relación a otras zonas de
Latinoamérica, esta posibilidad ha quedado abierta con la presencia de
agrupaciones como os grupos de Rock Subterráneo (a pesar de su débil capacidad
para resistir la fuerza de los mass media),
agrupaciones como Miki González, Del Pueblo, Seres Van y Del Pueblo Del Barrio,
entre otras que aciertan allí donde yerran los subterráneos –la creación –la creación de un estilo propio al
margen de la moda– pero que evidencian, quizá con la sola excepción de
González, la carencia de aquello que a los subterráneos
felizmente les sobra: espíritu rebelde en sus canciones.
Digresión aparte, esta nueva realidad
ha tomado por asalto el último reducto de los críticos de la cultura de masas:
la idea de que quien controla el mercado necesariamente controla el
significado. Esto no ha conducido a negar que la existencia de grupos musicales
al servicio de –o coincidentes con– los sectores dominantes (en la medida que
fomentan la banalidad, frivolidad, con el fin de ocultar la cruda realidad en
que se vive y sus responsables) sea mayoritaria. Sin embargo, la experiencia de
los últimos años ha mostrado que muchas veces las grandes compañías se ven
obligadas a seguir las nuevas orientaciones del público, aun si estas
orientaciones son progresivas.
De ahí que la cultura de masas, y en
especial la escena del rock puedan ser mejor entendidas si se las considera, al
tiempo que engranaje del sistema (no puede subvalorarse la fuerza
desmovilizadora de los medios masivos) y mediación de lo popular, como un
terreno en el cual se desarrolla una inevitable lucha cultural entre tendencias
alternativas y retardatarias.
Fuente:
«Hipocampo», suplemento cultural de La
Crónica (Lima), febrero 9 de 1986, pág. 11.
[1] Mario MARGULIS, “La cultura
popular”. En: Arte, Sociedad e Ideología (México), Nº 2, ago.-set. 1977, pág.
87. -También: Miguel AZCUETA, Comunicación de masas y cultura popular,
Lima, s/f.
[2] Steve STEIN, “El vals criollo y los
valores de la clase trabajadora en Lima de comienzos de siglo XX”. En: Socialismo
y Participación (Lima), Nº 17, mar. 1982.
[3] Simon FRITH, Sociología del rock.
Madrid: Ediciones Júcar, 1978, pág. 247.
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